Siempre he odiado los Sanfermines. Y todo acontecimiento que relacione diversión con sufrimiento animal.
En aquel verano de 2009, sucedió un hecho que pasó de manera totalmente desapercibida para muchos españoles, pero que, para mí, estando en la lejanía de mi casa cobró un gran significado.
Aquel verano, leí la siguiente noticia en Internet a través de un periódico español.
Si, aquel verano, como muchos otros, había muerto un chico de apenas 27 años en los Sanfermines. No era el típico turista de Europa del norte pasado en alcohol que, con la valentía característica de quien lleva varias copas demás, se mete a correr delante de los toros. No, era un chico con experiencia que sabía lo que hacía.
Pero el toro cambió de rumbo, se giró, hizo lo inesperado, se quedó rezagado y se llévó por delante al primero que encontró.
Seguí la noticia durante algún tiempo, hasta que los periódicos se olvidaron de él. A través de ellos conocí la enorme tristeza de la familia, amigos y su novia que corría angustiada al hospital cuando se enteró que su pareja había fallecido.
No me entristeció realmente su muerte en sí, porque pienso que de alguna manera quien corre delante de los toros sabe a lo que se expone. Es como jugar a la ruleta rusa con un revolver cargado.
Lo que me entristeció fue saber que una mañana cualquiera, este chico salió de su casa para no volver jamás. Fue una mañana como cualquier otra en la que estoy segura que él pensaría que al terminar la carrera, regresaría a comer con su familia.
Y sobre todo, lo que más me chocó, fue saber que este chico trabajaba en una empresa a la que yo había visitado como comercial, unos 4 ó 5 meses antes, para ofrecerles servicio de transporte.
No sé porqué me impactó tanto la noticia, pero estuve por lo menos unos 15 ó 20 días bastante tocada por esto...
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