La llegada a Dublin, por segunda vez, no pudo ser más diferente.
Cuando
paso el control de pasaporte, ya me sabía el camino para recoger la
maleta. Mientras espero, me cruzo con un matrimonio español que iba a
ver su hija, la cual se había venido a vivir a Dublin para aprender
inglés. Me contaron la vida de su hija con todo lujo de detalles… Pero
mientras esperan a que salgan sus maletas, éstas no aparecen. Por suerte
la mía si!, pero la del matrimonio no apareció.
Como no sabían hablar inglés, tuve que hacer de traductora con la zona de reclamaciones.
Allí
les indican que, definitivamente sus maletas han desaparecido!. Los
pobres padres no tenían consuelo!. Su hija no iba a ir a recogerlos
porque tenía que trabajar, asique tenían que ir ellos mismos, por sus
propios medios hasta la casa, allí les esperaría su compañera de piso.
Intento ayudarles, pero me dicen que no me preocupe, que ya ellos se arreglan.
Yo
volví a hacer el mismo camino de vuelta hasta mi casa, al igual que el
primer día que llegué a Irlanda. Estaba un poco triste, recordando los
días tan bonitos que había pasado en España, y sobre todo, y lo que más
me partía el alma, era recordar la carita de perra… han pasado más de 3
años de aquello y aún no he podido borrar esa mirada de tristeza…
Cuando
llegué a casa, parecía que todo estaba en su sitio. Nadie había entrado
en mi habitación durante los días de mi ausencia y parecía que nadie
había tocado nada de mis cosas.
Organicé
un poco la ropa que había traído en el armario, hice compra de algo de
comida (no tenía nada en la nevera) y hablé con mi madre por la noche
para decirle que había llegado bien.
Mi
regreso a Dublin había sido triste, no porque no estuviera a gusto,
sino porque sentía la ausencia de la familia y amigos. Los sentía lejos.
Muy lejos.
Por suerte, volví a
mi vida rutinaria al día siguiente: clase, estudios, biblioteca, paseos
por Dublin, trabajo… y la tristeza se me fue pasando poco a poco.
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